La contingencia nos obliga a hablar de cifras: PIB, inflación, porcentajes de pobreza. Pero en el pulso acelerado de la vida diaria, el costo real de la desigualdad no es económico; es profundamente ontológico. Es la erosión lenta y sistemática de la humanidad en el ser humano. La pregunta central ya no es cuánto tiene una persona, sino cuánto de sí misma pierde cada día en el intento de sobrevivir.
La desigualdad social no es solo una línea en un gráfico económico; es una grieta profunda que atraviesa nuestra alma colectiva, definiendo no solo cuánto poseemos, sino cuánto se nos permite soñar. Vivimos en territorios marcados por la contingencia, donde el código postal decide la calidad de la educación, el tiempo de espera para un diagnóstico médico y, en última instancia, el mapa de las oportunidades vitales.